miércoles, 3 de noviembre de 2010

La voz de la Mujer

“¡Apareció aquello! (A los escarabajos de la idea)”, que comenzaba así: “Cuando nosotras (despreciables e ignorantes mujeres) tomamos la iniciativa de publicar la Voz de la Mujer, ya lo sospechábamos, ¡oh modernos cangrejos!, que vosotros recibiríais con vuestra mecanística y acostumbrada filosofía nuestra iniciativa porque habéis de saber que nosotras las torpes mujeres también tenemos iniciativa y ésta es producto del pensamiento; ¿sabéis?, también pensamos… Ya teníamos la seguridad de que si por nosotras mismas no tomábamos la iniciativa de nuestra emancipación, ya podíamos tornarnos momias o algo por el estilo, antes que el llamado Rey de la tierra (hombre) lo hiciese. Pero es preciso señores cangrejos y no anarquistas, como mal os llamáis, pues de tales tenéis tanto como nosotras de frailes, es preciso que sepáis de una vez que esta máquina de vuestros placeres, este lindo molde que vosotros corrompéis, ésta sufre dolores de humanidad, está ya hastiada de ser un cero a vuestro lado…” 




(mostrar la tanga no es revolucion; la revolucion, la difusion de ideas se lleva desde el orgullo, la conviccion, los ideales, desde las letras y la formacion, por ponerte en bolas, te ven como a una mas del monton, respetemosnos como mujeres. dejemosnos de ser un objeto, Viva la Anarquia, Viva Virginia Bolten! )


AGNIESZKA SCARFO

lunes, 1 de noviembre de 2010

Los últimos anarquistas


Otra nota extraida de SUDESTADA edicion n° 43


Los últimos anarquistas


Por: Walter Marini, Hugo Montero
Ilustraciones: Leonardo Gauna.


El presente del movimiento anarquista parece signado por las preguntas, pero una sola alcanza a definir la totalidad de un proceso complejo y con años de historia: ¿se extingue el fuego ácrata? Divisiones, derrotas y errores potenciaron una crisis que hoy pone en peligro la supervivencia de un camino, el elegido por cientos de hombres y mujeres apasionados, rebeldes y libres hasta el fin.

1. Ayer

“El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta el agua para tomar un mate.

Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar.

Ha formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado. Éste grita:

-Venda no.

Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso.

(...) Di Giovanni permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para recibir las balas?

-Pelotón, firme. Apunten.

La voz del reo estalla metálica, vibrante:

-¡Viva la anarquía!

-¡Fuego!”...

El relato que precede estas líneas pertenece a la crónica de Roberto Arlt sobre el fusilamiento de Severino Di Giovanni, en febrero de 1931, durante la dictadura de José Félix Uriburu. Pero la crónica de Arlt dice más. Pese al tiempo transcurrido, esta crónica interroga, indaga, exige, dibuja los contornos violentos de una pasión, aviva el fuego de una idea que empujó a muchos que, como Severino, se asumieron parte, carne, fuego, hasta el final. Hasta el grito final, vibrante, frente al pelotón. Y el grito feroz de Severino resuena hasta hoy, y tiemblan, como ayer, los hipócritas, los opresores, los burgueses. Ese grito es sangre, es fuego, es revolución, y a ese grito le temen los que disparan. Por eso lo hacen.

Pero los años no pasan en vano, y el derrotero de aquella idea no parece ajustarse tanto a la crónica. Hoy la anarquía no aparece de frente, erguida, derrotada pero orgullosa, ante el pelotón de la Historia. Hoy la anarquía no grita, vibrante, feroz. Susurra, apenas, una historia que parece empujarla al abismo. Hoy la anarquía se apaga, y su fuego consumido es el fuego de miles de hombres y mujeres apasionados, decididos, libertarios. Hoy la anarquía es su propia sombra, desgajada por la soledad de algunos viejos ácratas que caminan pesadamente, que arrastran cansados su herejía, como si aguardaran, todavía, la chispa inminente que les permita azuzar el fuego. Y cambiarlo todo.

Pero hubo un tiempo en que el fuego crecía, y parecía capaz de devorarse todo. Uno podría establecer rápidamente un punto de inflexión en la historia del anarquismo: la guerra civil española. Allí la derrota fue lapidaria. Pero eso sería adelantarse a la crónica.

Hubo un tiempo, sí, en que los barcos traían fuego en sus entrañas. Traían a estos puertos, sin saberlo, una revolución hacinada en viejos cargueros. Y eran cientos. Y huían. Y estaban dispuestos a todo. Eran anarquistas, pero también poetas rebeldes, creadores inquietos, militantes incansables, ejemplos morales, eran los monstruos temidos por el sistema, que ya estaba listo para combatirlos desde, casi, su primer pisada en el puerto de Buenos Aires. En las obras y en las fábricas ya se empezaban a escuchar nombres extraños en voces extrañas de oradores apasionados: Bakunin, Proudhon, Kropotkin, Malatesta. Y “La Idea” recorría las fábricas, y los barrios pobres, y, también, las comisarías. Cada militante anarquista era un productor constante, cada uno de ellos tomaba la iniciativa, imprimía periódicos, editaba libros, pedía la palabra en asambleas, planeaba atentados. No esperaban órdenes, no las toleraban, se sentían parte de un movimiento pero eran libres. No mandaban, pero no se dejaban mandar. Cada uno de ellos era el anarquismo, a su manera, con sus métodos, con sus contradicciones, con sus feroces discusiones internas, con sus errores y sus aciertos. Y florecieron así sindicatos, bibliotecas, libros, ateneos, imprentas, huelgas, bombas. Y eran miles, y marchaban, y gritaban. Pero ellos los vieron, vieron el fuego consumiendo las calles de Buenos Aires. Y temieron. Y salieron a perseguirlos, y los transformaron en mártires y en verdugos, y cada uno pagó y cobró las deudas de la muerte en las calles, con fiereza, sin titubeos. Fueron el terror de la burguesía. Ellos eran el fuego, la sangre, el miedo, y en la Argentina de principios de siglo el fuego se apagaba a balazos. Civiles y militares no dudaron. Fusilar anarquistas se transformó en gestión de gobierno, y cuando no los baleaban, terminaban sus días en el fin del mundo, en el penal de Ushuaia.

Los obreros se acercaban al anarquismo, se arrimaban para ver a esos oradores encendidos, que se enfrentaban sin temores a sus patrones, que juraban venganza, y prometían un mundo sin opresores ni oprimidos ya, ahora, a la vuelta de la esquina. Los escuchaban porque los conocían, sabían de sus vidas pobres, de su honestidad, de su sacrificio. Los anarquistas prometían un mundo nuevo que aplastara al de entonces, pero no esperaban el estallido para empezar a construir los cimientos. Ellos eran el mundo nuevo, cada uno de ellos era ejemplo para los demás, testimonio viviente de la historia de “la idea”. Y cuando sus voces vibrantes no alcanzaban, entonces escribían. Y lo hacían del mismo modo, y juntaban moneditas para publicar sus proclamas y bautizaban a sus diarios con nombres que hablaban del fuego inminente: se llamaban “La Antorcha”, “El Rebelde”, “La Protesta”, “El látigo del obrero”, “Agitadores”, “La voz del esclavo”, y tantos otros. Y escribían como Severino: “Tendremos firme, tendremos rígido el timón de nuestro argonáutico navío, dirigiremos nuestras velas, intrépidos y vigorosos, hacia el vellocino de oro de nuestras reivindicaciones con todo el valor y energía de nuestra juventud”. Y no olvidaban a sus mártires presos, como Simón Radowitsky: “Amigo generoso, Simón, amigo del alma, vives sin esperanza, en la noche lóbrega de tu martirio circundado por fieras que te acosan, sin un rayo de sol que te acaricie, pero con el corazón de tus amigos, de los que te comprenden y te aman; allí estás consagrado por el culto celoso del recuerdo; estás constante en el pensamiento de salvarte, por eso, ya que tú no llegas a implorar el olvido para tu hecho, no faltará quien lo haga por ti, lo humanamente posible debe hacerse para librarte y no fallará quien encare esa tarea”. Y cantaban, con ritmo de milonga, canciones ácratas: “Somos por fin los soldados/ de la preciosa Anarquía/ y luchamos noche y día/ por su pronta aparición;/ somos los que sin descanso/ entre las masas obreras/ propagamos por doquiera/ la Social Revolución.” Atados a la fe pero sin tenazas teóricas que les impidieran flexibilizar sus prácticas, los anarquistas rechazaban con desprecio los vicios burgueses y se empeñaban en construir y destruir al mismo tiempo, con la misma vehemencia. Pero esa misma libertad que les permitía rechazar los dictámenes y las directivas, impuso desde un principio la fragmentación del movimiento hasta alcanzar el método organizativo mínimo posible: el individualismo.

Debajo de un árbol, sentado, en el fondo de su casa de Dock Sud, nos espera. Amanecer Fiorito es el editor responsable de La Protesta, la única publicación que sobrevive en la actualidad. Y sus sesenta y tantos años son también testimonio de esta historia. Su voz crítica, su espíritu inquieto, su esperanza imperturbable se ganan un lugar en esta charla (dividida en dos partes) que complementa nuestra mirada sobre el anarquismo de hoy...

Las primeras dos décadas del siglo veinte fueron fundamentales para el anarquismo como ideología y da la sensación que a través de los años las ideas se han ido desvaneciendo en lo cotidiano ¿es tan así?

No es fácil contestar las razones. El anarquismo nació junto con el surgimiento del socialismo. Aparece en una época donde las cosas estaban mucho más determinadas. Era como buscar los elementos de rebelión, aunque la gente estuviese en situaciones de mayor precariedad. Antes, era mucho mas fácil plantear los problemas y se fue dando esa necesidad a través del aporte que hicieron los anarquistas y otros pensadores. Era una época en que lo industrial se incrementaba. De cualquier manera ese desarrollo de la industria la vivió gente que venía con elementos reivindicativos del ser humano, mucho mas primitivo y mucho mas esenciales. Todavía no estaban definidas en la discusión las tendencias del socialismo, es decir, si autoritario o antiautoritario. En la Argentina surge a partir de la visita de algunos expulsados de sus lugares de origen, como Malatesta o Pietro Gori, los más trascendentes y con gran capacidad de organización. En esas dos primeras décadas el comunismo era poco conocido acá. Los anarquistas en esa puja de las tendencias antiautoritarias, con los que más conflictos tuvieron fue con los socialistas y con aquellos que no necesariamente eran marxistas. Después se produjo la revolución rusa y, en realidad, ahí comienza el verdadero decaimiento, que culmina en los años treinta, donde fue mermando e introduciéndose esta cosa de la que es imposible escapar, porque era una cosa por verse, una experiencia por realizar y sabemos que la historia del ser humano es una historia de experimentaciones. Mas allá de esa tendencia que hay en la gente de señalarnos como que siempre terminamos en una “autopsia forense”, en las condenas a hechos concretos que se dieron. Por ejemplo, con el golpe del 30, cuando nos recriminan ‘¿porqué no salieron los anarquistas?’, y mi viejo en ese tiempo me decía: ‘¿Con qué íbamos a salir a defendernos contra el totalitarismo? Si apenas teníamos unos revólveres.

¿En esa época las ideas eran más claras que las que son hoy?

Con todo el tiempo transcurrido pienso que las ideas estaban más claras en ese tiempo. Ayudado por una cosa: existía la experiencia de la clase obrera, mas allá de cualquier conocimiento teórico, porque hubo una cosa concreta, práctica. No hay más teoría que la práctica. Esa clase obrera era muy cercana a las posibilidades anarquistas a través de su practicidad, sus sufrimientos, sus padecimientos, sus acercamientos, de sus problemas en común. La gran riqueza estuvo dada en esto y paralelamente se fueron desarrollando ideas anarquistas más completas en relación a la sociedad. Siempre la voluntad del hombre es determinante, pero si me pongo a mirar, en la voluntad del hombre hay límites en su relación, hasta en un desenvolvimiento lógico de la sociedad porque va adquiriendo experiencias, conocimientos y aplicaciones.

¿Y no hubo errores en esa etapa?

Entiendo que puede haber habido errores, disputas, pero no tienen que ver con la inexistencia de hoy del anarquismo. Muy por el contrario, inclusive, si tuviera que dar una idea, digo que hoy el anarquismo es todo aquello que todavía tiene plena vigencia. Porque en realidad el posterior protagonismo del anarquismo fue menor y deficiente en relación a las necesidades del crecimiento y el desenvolvimiento que hubiese tenido que tener como idea. Es un producto determinado por las circunstancias históricas y hasta tiene lógica que las cosas que hayan sucedido así.

¿Cómo analiza el capítulo de los anarquistas expropiadores en la historia del movimiento?

Quise emularlos, pero no pude. Yo conocí gente de la más “jugada”, en el sentido del valor, tal vez mucho más clara que otra más notoria, como Di Giovanni. Puedo decir que el anarquismo expropiador no tiene trascendencia más que como cosa solitaria, la tiene solamente por la valoración del individuo en aras de jugarse. En aquella época el núcleo más rescatable fue el de Roscigna junto a Emilio Uriondo, Malvicini y Vazquez Paredes. En cambio Di Giovanni no era un expropiador en toda la palabra, era un antiestatista que era apreciado por muchas cosas, pero que no tenía voz. En algunas reuniones hasta le habían dicho “callate la boca, tano” y el tipo pasaba a un segundo plano. Estos grupos de expropiadores fueron minoritarios y atacados por el qué dirán. Tenía mucho que ver la formación de opinión, entonces los anarquistas, por mala comprensión de la población, tenían que mostrar las cosas de determinadas maneras.

¿Usted como anarquista reivindica estas acciones?

Yo no concibo que alguien me diga que es más honesto ir a trabajar que ir a afanar un banco, no cabe en mí. El hecho de la expropiación tiene sus riesgos, porque los expropiadores no vienen de un repollo, igual que uno, tiene diferencias, pero también tiene vicios que tienen que ver con el medio y en realidad a veces se terminó en la crítica confundiendo causas y efectos. La expropiación como beligerancia en el medio fue muy poco trascendente como para hacer una historia de confrontación con el movimiento anarquista ligado a la clase trabajadora. Y esto lo digo por mi viejo, que estuvo muchos años en cana, que fue un hombre de acción, que inclusive figura en los archivos policiales como parte de estos grupos, y nunca había estado de acuerdo con la expropiación. Mi viejo se llamaba Vittorio Fiorito, era barraquero, trabajaba en el puerto. Hasta que un día le prohibieron la entrada junto al “Pepe” Damonte, -quien fue secretario general de la FORA-, que fue uno de los tipos más influyentes en el movimiento, de una honestidad sin igual, respetado hasta por los más turros, recuerdo que terminó sus días en ranchito de La Salada. El que les prohibió la entrada fue Elpidio Gonzalez, quien había sido comisario y luego fue vicepresidente de Torcuato de Alvear. Y las discusiones conmigo respecto a la expropiación eran insuficientes. Lo que si sucedió es que con el poder del medio en cierto tramo de la historia sirvió para denostar contra el anarquismo y esto es cierto. De todas formas pienso que fue determinante como concepto y más allá de la resultante que se dio en aquel momento debo afirmar que yo soy un partidario de la expropiación. Y no necesito argumentación ni conceptos anarquistas para sostener esto que digo.

2. Hoy

Afuera llueve. Una de esas tormentas que lo agarran a uno siempre en la calle, sin reparos a la vista. Adentro del viejo edificio, la humedad gana su batalla silenciosa sobre las descoloridas paredes. Las puertas hacen ruido, y la luz es mínima, apenas puede uno avanzar en la semipenumbra adivinando el paso siguiente. Al entrar a la sala, en el piso, hay periódicos tirados para que los visitantes no embarren el piso de baldosas. Algunos están rotos, otros guardan ya pedazos de barro seco, señal inequívoca que no somos los primeros en refugiarnos de la tormenta en el local. En el fondo de la sala, un viejo se acerca lentamente. Nada raro, salvo ese detalle de los diarios en el piso. No son diarios cualquiera, son diarios anarquistas, viejos, en el suelo, ubicados estratégicamente para que nadie embarre las baldosas del local, también anarquista. Uno puede, sin mucho esfuerzo, leer algunos títulos, hasta se distinguen algunas tipografías inconfundibles, pese a la luz baja y a las manchas de barro. Uno podría, si quisiera, hasta levantar alguno de esos diarios del piso y leer un poco, un par de líneas no más, y reconocería la prosa. Los nombres aludidos, los homenajes que se acercan, las fechas, las ilustraciones. Los diarios están en el piso del local, algunos rotos, y los techos parecen a punto de venirse abajo. Afuera, llueve.

La imagen, real, pertenece a la visita de un cronista a un importante local anarquista, repleto de historia, un archivo de hombres y hechos que conmovieron al mundo. Pero la imagen dice, también, demasiadas cosas sobre el presente del anarquismo. Es metáfora, si se quiere, de un sueño que parece, lenta pero inexorablemente, apagarse.

Sería cómodo, pero también injusto, minimizar los hechos y pretender decretar la muerte de las ideas. Así reflexionan, al menos, los más lúcidos pensadores de estos tiempos, como si la derrota significara la muerte de las ideas. O, para ser más claros, como si la victoria significara la eliminación de todas las ideologías contrapuestas a los vencedores. Durante demasiado tiempo han insistido esos lúcidos pensadores con el discurso de los vencedores (que son, en definitiva, los que pagan sus salarios). Nada más absurdo que limitar un fenómeno ideológico repleto de variantes como el anarquismo a la mirada cuadriculada y perezosa que se impuso en estos últimos años.

Nadie puede hablar de muerte, en este caso. Pero, tal vez, habría que preguntarse si no estamos en presencia de un movimiento que va camino a apagarse. Y elegimos ese término, “apagarse”, para denotar un extenso proceso, que no ha comenzado ahora y que no va a encontrar su final nunca, seguramente. Por eso decimos que la luz (¿o el fuego?) del anarquismo va camino a apagarse. Lo que sobrevive hoy, después de años de matanzas, divisiones, derrotas, crisis y persecuciones, es una presencia simbólica que parece divorciada, en buena parte, de la vida política cotidiana. Hoy el anarquismo no interviene políticamente en nuestra realidad. No lo hace y no sólo eso, hay algo más grave aún, otro fenómeno que argumenta nuestras afirmaciones: hoy el anarquismo no produce. No producción en el sentido mercantilista, claro, hablamos de producción política. No hace falta comparar con la usina política ácrata de principios del siglo pasado, pero cada vez cuesta más conseguir periódicos de salida regular de organizaciones anarquistas, cada vez es más extraño escuchar voces lúcidas del movimiento en la prensa, en reuniones, en asambleas; cada vez es más difícil leer trabajos sobre la historia del anarquismo que no detengan sus crónicas a finales de los años cuarenta. Pero el tema de la prensa es más puntual y menos arbitrario, si se quiere: la prensa es la llave por la cual uno atraviesa cualquier movimiento, así ha sido siempre en la historia de la izquierda. Hoy esas puertas no están. Queda el recuerdo, y una nostalgia que contamina todo. Imposible despegarse de esa nostalgia, que afecta y confunde, que tergiversa y que parece tapar el presente con el gris de una esperanza frustrada. Sería canalla también, limitar este fenómeno exclusivamente al anarquismo. La izquierda en general, en Argentina, hoy se desdibuja en medio de una crisis que parece capaz de arrasar siglos de historia. Más allá de aquellos sectores que apuestan todas sus enclenques fuerzas en lo electoral y disputan algún pequeño resquicio en el parlamento (más interesados ya en la supervivencia de su aparato financiero que capaces de generar alguna respuesta concreta), de aquellos otros que siguen cultivando fragmentos y cosechando siglas interminables, de algunos más que terminan a la cola de fenómenos populistas (y hasta incluso motorizados por enemigos de clase) o de explosiones de corta duración donde se mimetizan y se desvanecen; la izquierda argentina no sólo ha perdido fuerza. También convicción...

La nota completa en Sudestada N° 43.

Los grandes rebeldes de la Argentina moderna por Juan Suriano (*)

Los anarquistas tuvieron un paso relativamente fugaz por el sendero de la historia argentina. Sin embargo, dejaron una huella indeleble en la memoria colectiva pues fueron los grandes rebeldes de la sociedad argentina que se conformó desde fines del siglo XIX. Con sus ideas de libertad, su fe en el cambio social y su absoluta entrega a la causa de los oprimidos contribuyeron de manera notable a poner en locución los problemas inherentes a los desposeídos.

Nació, se desarrolló y comenzó su indeclinable decadencia durante el período en el que predominaron las actividades agroexportadoras, esto es entre 1880 y 1930. Las razones de su notable arraigo entre los trabajadores durante la primera década del siglo XX, se debieron a su capacidad para contenerlos y organizarlos frente a las adversidades del sistema. En un momento en donde miles de individuos llegaban a estas tierras desde ultramar con la ilusión de “hacer la América”, muchos descubrían que esta no era la tierra de promisión que esperaban encontrar. Librados a sus propias fuerzas, los trabajadores pronto tomaron conciencia de la inestabilidad laboral, las malas condiciones de trabajo, el maltrato patronal, la ausencia de instituciones que los protegieran de los abusos. Y si bien es cierto que la aventura migratoria es una empresa esencialmente individual, era muy difícil llevarla a cabo sin la asociación en organizaciones autodefensivas y solidarias, fueran estas sociedades étnicas, mutuales o gremiales.

Y el anarquismo estaba allí, dispuesto a cubrir esa zona casi vacía y articular las redes de sociabilidad indispensables para desarrollar la vida social de los trabajadores. Crearon periódicos y revistas, organizaron sociedades de resistencia (sindicatos) y centros culturales, pusieron en funcionamiento escuelas y bibliotecas con el fin de nuclearlos y darles voz. Pero el esfuerzo de los anarquistas de ninguna manera pretendía limitarse a las reivindicaciones básicas de los trabajadores. Esto era sólo el primer paso pues pretendían convertir a los obreros en individuos rebeldes, inconformistas que apuntaran a cambiar la sociedad capitalista de manera drástica y construir una utópica sociedad alternativa en la que reinarían la libertad y la felicidad.

Y es en este punto donde aparece una de las peculiaridades del anarquismo que lo separará del resto del campo de la izquierda: cuestionaba absolutamente el criterio de autoridad, y esa impugnación lo llevaba al desconocimiento del estado, de las instituciones de gobierno y de la representación electoral que, sostenía, creaba un órgano autoritario como el estado que representaba a los poseedores y coartaba las libertades individuales al obligar a los individuos a elegir representantes mediante el sufragio.

El anarquismo pretendía una sociedad sin gobierno, sin ataduras autoritarias de ningún tipo en la que reinara el libre albedrío de los individuos, se contemplara las necesidades de todos y no existieran fronteras nacionales. Para concretar esta utopía la sociedad actual debía destruirse desde los cimientos. De esta manera era lógico repudiar la táctica socialista de intentar nacionalizar a los trabajadores y hacerlos participar en el sistema electoral para reformar el sistema desde adentro. Los anarquistas boicoteaban las elecciones. Pero también se alejaban del marxismo, al que consideraban autoritario y defensor del estado.

Los anarquistas lograron el respaldo de los trabajadores para lograr sus reivindicaciones más inmediatas pero no consiguieron que estos adhirieran a sus ideas de cambio social. En realidad la Argentina agroexportadora generó una sociedad que, al margen de sus múltiples injusticias, permitió una notable movilidad social y los trabajadores parecían preferir construir su propia casa y ascender socialmente aunque fuera a un costo elevado. A medida que esta tendencia se fue acentuando, que la reforma electoral incorporó a una porción trabajadores al sistema político, que el estado se fue involucrando con políticas sociales y, a la vez, se fueron ajustando las herramientas represivas contra el anarquismo éste comenzó a decaer y su lugar fue ocupado por otras tendencias. Del anarquismo quedó latente a través de los tiempos su espíritu de rebeldía, su lucha contra el autoritarismo y su defensa incondicional de la libertad del individuo, tres cualidades que mantienen vivas su presencia a través del tiempo.

(*) Es profesor de Historia Social General en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA); director y editor de la revista de historia Entrepasados y autor de los libros: “La huelga de inquilinos de 1907 en Buenos Aires” (CEAL, 1984) y “Anarquismo. Cultura y política libertaria en Buenos Aires” (El Manantial, 2004).

De expropiadores, valientes y libertarios por Osvaldo Bayer (*)

Por herencia de mi padre me considero un socialista libertario. La influencia anarquista se fue dando porque leí mucho cuando escribí el libro de Di Giovanni, entonces me encausé más todavía, principalmente Bakunin me llamó mucho la atención, y Kropotkin también. Y después, por supuesto, el contacto con los anarquistas en mi investigación.

Para el común de la gente los anarquistas expropiadores eran vistos como guerrilleros, como en la década del ’60. Además, la policía los ponía como enemigo público número uno. De hecho, los anarquistas no estaban muy de acuerdo con los expropiadores, por cuanto ellos querían llevar la idea adelante y cuando venía la represión, venía para todos: para los intelectuales, para los pacifistas, para todos. Entonces, por ello se profundizó la división en el anarquismo y vino la decadencia, que terminará en realidad en los años ’20. En el ’30 todavía se mantiene algo, pero ya va desapareciendo la gran fuerza del anarquismo, que se manifiesta en las dos primeras décadas del siglo XX. Entonces uno admira la decisión, la valentía de todos estos grupos; además muchos de sus atentados le resultaron muy simpáticos al pueblo. Por ejemplo, cuando volaron la estatua de Washington como venganza por la muerte de Sacco y Vanzetti. Todas esas cosas fueron realmente gozadas por cierta parte del público trabajador. Pero, claro, aumentaba la represión en forma increíble y fue así como se destruyó el movimiento anarquista. Después quedó ya un movimiento limitado a las bibliotecas, un grupo de intelectuales y la FORA, pero el peronismo termina por matar el anarquismo.

Siempre estaba esta cosa de creerse ellos los que tiene la razón. Hay ciertas cosas que uno podría comprender. Por ejemplo, es indudable que los socialistas manejaban mucho la política, se mezclaban mucho con el radicalismo, pactaban. Y eso los anarquistas lo veían muy mal, lo veían como un enorme oportunismo. Y afirmaban que así se derrotaba totalmente al movimiento obrero y que jamás se llegaría a la revolución. Igual que los gremialistas sin partido, que empezaron a ser cada vez más y después fueron mayoría. Aparte, los anarquistas hacían las huelgas pero no reconocían a ningún funcionario, entonces iban los socialistas y firmaban el convenio. Cuando había sido todo el esfuerzo de los anarquistas. Es decir, fueron muy fieles a sus principios, y tal vez para buscar la unidad y hacer la revolución con que ellos soñaban tendrían que haber participado más en el movimiento conjunto. Después ya con los comunistas eran enemigos absolutos, porque claro, aquello de la dictadura del proletariado. Ellos no podían soportar la dictadura, o el mando de Lenin o de Trotski. Además, un gran porcentaje de los anarquistas se transformaron en anarcobolcheviques, porque la revolución rusa fue saludada en todas partes del mundo. Fue una revolución muy bella la rusa, y repercutió en todo el mundo, eso le quitó mucho a los anarquistas. Después, claro, ya vendrá Stalin, las purgas, y los hechos les darán parte de la razón a los anarquistas.

Los expropiadores eran hombres muy jugados. Hay cosas muy heroicas, y yo creo que las rescaté, estoy contento de haber rescatado todas esas historias, y de haber conocido a los del grupo de Severino. Los que no fueron muertos, que estaban escondidos. Recuerdo que hacía reuniones en casa, venían 16 o 18 anarquistas del grupo de Di Giovanni y se veían, se pegaban abrazos, lloraban. ¡Carajo!, habían intervenido en 58 asaltos, era tan lindo aquello. Y ahora han muerto todos. Se fueron muriendo uno a uno, ya estaban todos encima de los 70 años. Y estaban muy agradecidos porque el que los volvió a unir era yo, que tenía una casa en Martínez con un fondo grande, y hacíamos asados debajo de los árboles. Ellos se sentían muy bien. Recordaban todos los asaltos de Severino, que son maravillosos. Está el de Obras Sanitarias, que va con Roscigna en dos autos. Resulta que en los bosques de Palermo estaba haciendo ejercicios la policía montada, y cuando escuchan los tiros del asalto vienen corriendo. El auto de Roscigna sale rajando porque se venía la policía, y el segundo auto, donde estaba Severino, no puede salir porque le matan al chofer de un balazo. Entonces Severino, que no sabía manejar, le dice al de atrás: “Viejo, ponete vos y manejá”. Y no sabía manejar, y le dicen al otro y tampoco sabía. ¿Cómo se van a ir a un asalto y ninguno sabía manejar? Y se venía la caballería, y Miguel Roscigna, que era un crack, cuando vio que el otro auto no aparecía, se volvió. Había que tener huevos para hacer eso. Entonces se bajan rápido los tres y se suben a esos zócalos que tenían antes los coches y huyen. ¡Pero cómo van a llevar un solo chofer para el asalto! Eran tipos increíbles.

(#) Es escritor, historiador y periodista. Autor de «Los anarquistas expropiadores» y «Severino Di Giovanni, el idealista de la violencia», entre otros.

A 70 años de la Guerra Civil: Memorias de la España perdida



-Nota extraida de la revista SUDESTADA, edición nº50-Julio 2006-

A 70 años de la Guerra Civil: Memorias de la España perdida

Por: Hugo Montero

Siete décadas atrás, comenzaba la guerra civil que partió en dos al pueblo español. Aquí, la historia de las dos fotografías más famosas y una crónica del trabajo de George Orwell en Cataluña. Opinan desde España Miguel Pascual y Nil Thraby.

Dos fotos. Cuántas historias se pierden detrás del dato preciso: una, Cerro Muriano, 5 de septiembre de 1936. La otra, Barcelona, 19 de julio de 1936. Cuántos detalles oculta un nombre, un nombre cualquiera, que perdura en el tiempo: una, “Falling soldier”, o “Miliciano herido”. La otra, “Barricada en calle Diputación”. Cuántas voces encierra una foto: la voz del reportero Robert Capa, la del miliciano Federico Borrell García, “Taino”. La voz del fotógrafo Agustí Centelles, la del guardia de asalto Mariano Vitini. Cuántas heridas sintetizan, cuántas injusticias desnudan estas dos inolvidables fotografías.

En una imagen, la silueta de un miliciano se dibuja por sobre un leve declive en la llanura, y su cuerpo comienza a derrumbarse. Lo han herido. Detrás, el cielo cobrizo potencia el dramatismo de la escena. No surge otra figura en el recorte de la foto, pero una bala es la culpable de la caída del soldado. En una fracción de segundo, el miliciano abre sus brazos, su fusil parece a punto de caer y sus ojos se cierran. La sombra espera a su dueño en el piso del cerro. El fotógrafo ha logrado captar el instante preciso, el final de la carrera, el impacto de bala, el principio del fin para el miliciano herido.

En la otra imagen, los disparos ya se han cobrado la vida de dos caballos, improvisada barricada para la defensa de tres guardias de asalto. Aparecen dos uniformados y uno, en primer plano, en camiseta. Ese último dispara apoyando el fusil contra uno de los animales para mejorar su precisión, pero uno de los caballos, el de abajo, parece resistirse a la escena. Levanta el cogote, lucha por zafar de tan difícil posición. La sangre tiñe de rojo la calle. Puede uno hasta escuchar el fragor de la balacera.

Cada foto encierra en sus entrañas una vida propia, pero también dispara historias de aquellos que se cruzan frente al lente del reportero en el momento justo. En ese efímero instante, sus vidas se congelan en la furia de una escena violenta, para transformarse en registro histórico. Ni fotografiados ni fotógrafos lo saben, pero esas imágenes ya no les pertenecen. Son puro presente cuando un observador, en cualquier parte el mundo, se detiene en ellas. Y revive, en un mágico momento, voces y ráfagas de una guerra.

2. Un rato una mano, después la otra. Una pesada valija y el camino adelante. Atrás, nada, la noche, la silueta brumosa de los Pirineos nevados. Pero ya no había atrás para Agustí. Apenas el camino, un rato una mano, después la otra. La valija ganando peso con cada paso, las manos moradas del frío, el aliento dibujado contra el granizo. Y el silencio, apenas interrumpido por sus jadeos, los pasos rastreros, y ese dolor en los brazos. Pero ya no había atrás. Ya no había Eugenia Martí Monserrat y su beso tibio de despedida. Ya no había Sergi, un año y medio, perdido entre las frazadas, dormido en los brazos de su madre. Ya no había nada para Agustí. Sólo la valija y el camino, apenas contorneado por la luz de la luna, y la sombra amenazante de los Pirineos, cada vez más cerca.

Una valija con rostros, pasando de un brazo a otro cada tanto, ampollando las manos, repleta con cinco mil negativos en 35 milímetros. Cinco mil imágenes, y allí, dispersas en el desorden de la retirada, las lágrimas de una mujer llorando por sus muertos después del bombardeo de Lérida, la silueta de un soldado sigiloso buscando un reparo en el frente de Aragón, la espera en las trincheras, el reencuentro emocionado de un miliciano catalán con su familia. Una valija, y nada más. Ni el frío, ni la soledad, ni la derrota importaban ahora. Sólo esa valija y los 30 kilómetros que lo separaban de la frontera francesa.

Había recibido la orden un día antes. Hay que guardar todo, Agustí, todas las fotos, y sacarlas de España. No sé, pues como sea. Y lo que quede, quemar todo. Ninguna foto de un republicano en España, sí... Es que esto se terminó, Agustí. Se terminó. Mañana mismo, junta todas las que puedas y sácalas de España, como sea. Pero ahora.

Agustí Centelles, de profesión fotógrafo, destinado en septiembre de 1937 a la Unidad de Servicios Fotográficos del Ejército del Sur, encargado desde 1938 del archivo fotográfico del Ejército de Cataluña, tenía una misión en el ocaso de la guerra: salvar la memoria histórica de una gesta. “En aquel momento no tenía conciencia de que salvaba un trozo de la historia del país, sí sabía que aquel archivo fotográfico podía caer en manos del enemigo, y a través de cada uno de los personajes retratados, aniquilar a los últimos defensores de la República y de Cataluña. Por eso, solo por eso, me llevé el archivo”, reconoció muchos años después.

Agustí debía dejar a su familia y partir inmediatamente, dejando atrás la desbandada de los milicianos leales y el eco de las botas de la Falange pisando Cataluña, hacia Francia. Primero en auto, después a pie unos 30 kilómetros. Apenas ataviado con una valija y con los Pirineos delante. Sólo eso.

Una valija cuyo contenido se limitaba a su inseparable Leica, y cinco mil negativos de fotos propias y de otros colegas, la historia de un pueblo, una derrota a cuestas y una pesada valija. Dos ampollas enormes creciendo en la noche cerrada. Un rato una mano, después la otra. Y el camino adelante. Atrás, nada.

3. La raíz de la polémica sobre la famosa foto de Robert Capa puede encontrarse recién en 1971, cuando el fotógrafo Piero Berengo Gardin publicó la secuencia completa, que incluye la del miliciano herido. En esas imágenes inéditas hasta entonces, aparece por primera vez otra foto en la que el protagonista de “Falling Soldier” encabeza un grupo que, desde lo alto de una colina, festeja una supuesta victoria con la sonrisa dibujada en su rostro.

Cuatro años más tarde, se publica una entrevista al veterano periodista O’Dowd Gallagher, donde detalla una confesión del propio Capa: “Durante varios días no había habido mucha acción y Capa se quejó a los oficiales republicanos porque no podía tomar fotos. Al final (...) un oficial republicano le dijo que movilizaría un destacamento hasta unas trincheras cercanas para que simularan una serie de maniobras con el objetivo de que las fotografiaran”.

Otro eslabón en la cadena de quienes sostienen la impostura de la foto fue aportado por el italiano Luca Pagni, quien publicó en su web las últimas dos fotos superpuestas de distintos milicianos heridos en la secuencia de Capa y arribó a la conclusión que las dos fueron tomadas en el mismo espacio físico. Es decir, se trataba de un ensayo que, al parecer, salió mal en primera instancia y mejor en la segunda chance.

¿Cuáles son los ejes que sostienen la presunción sobre una puesta en escena? En primer lugar, se observa en la secuencia que el inicio de la foto es un festejo previo a un combate que, supuestamente, continúa en las siguientes imágenes. Segundo, sorprende la posición del fotógrafo en la foto del miliciano herido, ubicado casi en la misma línea de fuego y sin parecer muy preocupado por guarecerse. Tercero, la teatralidad de algunos gestos y la movilidad extrema del fotógrafo a lo largo de toda la secuencia. Cuarto, y quizás el más importante detalle, el dilema de la identidad del miliciano herido de muerte.

En su libro Retazos de una época de inquietudes, el ex miliciano Mario Brotons publica por primera vez el nombre del muerto en Cerro Muriano: Federico Borrell García, apodado “Taino”; caído en combate ese 5 de septiembre en horas de la tarde. Sin embargo, otros estudios sobre la polémica foto parecen confirmar, por la ubicación de la sombra del soldado, que la imagen está tomada por la mañana. El enfrentamiento con los franquistas fue en horas de la tarde, según consta en las crónicas de guerra.

También hubo quienes alzaron su voz para defender la autenticidad de la imagen. Richard Whelan, biógrafo de Capa, arremete cada tanto contra los argumentos de quienes intentan invalidar la veracidad de la foto más famosa de Capa. Ya en 2002, y con la intención de clausurar toda polémica, Whelan recurrió a un jefe de detectives de la sección Homicidios de la policía de Miami para que analice la instantánea en el Cerro Muriano y disipe cualquier vestigio de montaje: “Tras un exhaustivo análisis el criminalista Robert Franks me dijo que era prácticamente imposible que fuera una escenificación; me dio un 98% de probabilidades de que no había ningún tipo de trucaje”, escribió.

Lo cierto es que Whelan parece empeñado en combatir cualquier comentario crítico hacia el trabajo de Capa de forma concluyente. Pero la duda es inquietante... ¿Será posible que la foto más representativa de la Guerra Civil española, una de las más desgarradoras de la historia, sea preparada artificialmente con fines propagandísticos? ¿Quién gana y quién pierde, en términos de intereses económicos y de relevancia simbólica, con la polémica por la autenticidad de la imagen? ¿Es determinante comprobar hoy si Capa montó la escena o no?

Más allá de cualquier polémica, todos los observadores coinciden en que es imposible determinar hoy con precisión qué sucedió ese día en el Cerro Muriano, ya que los dos protagonistas de la imagen murieron sin aportar información concreta sobre el tema.

Después de todo, otra vez el debate se reduce a esa fotografía inolvidable y en ese mismo pliegue del tiempo, estalla la paradoja. El miliciano, ese día, recibe dos disparos: uno lo mata (el del enemigo), el otro lo inmortaliza (el del fotógrafo).

4. El amanecer de aquel 19 de julio de 1936 en Barcelona parecía conocer detalles de su destino histórico. El día había nacido brillante, y el tono rojizo del cielo presagiaba los colores que teñirían las calles de la ciudad en poco tiempo.

El golpe estaba en marcha. No había español que ignorara los detalles del alzamiento militar contra el gobierno constitucional dos días antes, en Melilla. Para el 18 de julio, la ofensiva golpista ya se hacía sentir en la península.

Un día más tarde, le llegó el turno a Barcelona. Las noticias corrían por las barricadas generando preocupacion: Mallorca había caído en manos de los golpistas sin ofrecer resistencia. Sin embargo, los militares no esperaban la tenaz resistencia de la Guardia Civil y de Asalto que apoyaban a la República. Y menos contaban con el fervor de los militantes anarquistas, que salieron a combatir a los sublevados y se encontraron luchando a la par con sus tradicionales enemigos, la Guardia Civil y de Asalto.

El único reportero gráfico que salió a la calle ese día se llamaba Agustí Centelles, colaborador regular de periódicos catalanes como La Publicitat, Diari de Barcelona, Última hora y La Vanguardia. Sin otro equipamiento que su cámara Leica, comprada por 900 pesetas y en nueve cuotas en 1934, Centelles se ocupó desde la mañana de cubrir el enfrentamiento callejero entre leales y sublevados. Aunque no sin algunos percances: por caso, en la calle del Tigre, un miliciano al que había fotografiado en acción lo increpó y hasta amenazó con quitarle la cámara hasta que una voz salvadora, desde un balcón cercano, gritó: “Es el Centelles de Última hora”.

(La nota completa en la edición gráfica de Sudestada Nº50- Julio 2006)



¿Porqué no pudo ser una pose?

Por Miguel Pascual Mira (*)

Cuando en la mañana de aquel ya lejano 5 de Septiembre de 1936, la cámara de Capa captaba la imagen de unos milicianos correteando por los campos de Córdoba, en lo alto del Cerro Muriano, nadie podía pensar que una foto se iba a convertir en un ícono de la lucha por la libertad, en el identificativo mundial de la Guerra Civil española.

La foto pronto se hizo popular en todo el mundo. Bajo la dictadura franquista, por razones obvias, la foto era más conocida en el extranjero que en nuestro propio país.

Fue muchos años después, cuando Mario Brotons, uno de los varios milicianos de Alcoy que combatió en Cerro Muriano, el que pretendió haber ultimado la investigación sobre el “miliciano que cae”, como así era conocida la foto en todo el mundo, al afirmar que se trataba de Federico Borrell García, “Taino”, como se le conocía en la Ciudad. Miembro de la Columna de milicianos alcoyanos, que luchó y murió en Cerro Muriano el 5 de Septiembre de 1936, sobre las 5 de la tarde, según siempre se ha sabido aquí en Alcoy. La verdad es que a Brotons le costo muy poco “demostrar” al mundo que el fotografiado era “Taino” y por si ello fuera poco, que la foto y la muerte del miliciano eran coincidentes en el tiempo. Algo que una simple investigación llevada a cabo con un mínimo de rigor, deja estupefacto a cualquier investigador. Los argumentos de Brotons no resisten media hora de investigación ¿cómo es posible que el mundo cultural diera como validas tales afirmaciones, hechas con más voluntad que aporte documental?. Lo más probable es que la singular belleza de la foto que le conforma un enorme poder mediático, necesite una historia para consolidarse como un mito. Todo el entramado de Brotons esta basado en que según sus recuerdos la tarde del 5 de septiembre en Cerro Muriano solo murió un miliciano, y “Taino” cayo esa tarde. A partir de ahí se puso en marcha la fiesta.

Mágnum no perdió la ocasión y sin siquiera mandar a los archivos de Alcoy un investigador le puso el nombre de “Taino” como pie de foto. La prensa mundial lo dio todo por bueno y anunció que por fin el miliciano caído tenía nombre. Por fin, la foto tenía una historia.

Pretendiendo ante todo el mundo que Taino y “el miliciano que cae” son supuestamente la misma persona, para los estudiosos de la fotografía aún queda por aclarar si la foto es una pose de Taino para el fotógrafo y éste, ironías de la vida, murió después; es decir murió dos veces, o si la foto y la muerte son coincidentes en el tiempo.

Capa jamás aclaró cómo hizo esa foto, es más, en alguna ocasión dio versiones distintas: “No se disparaba, corrían ladera abajo. Yo corría también y disparaba la cámara. Estábamos todos contentos. Un poco locos, quizás”. Hay que tener en cuenta que hay varias fotos de Taino con un miliciano alcanzado supuestamente por las balas, las hay también simulando disparos desde las trincheras. El propio Capa reconoce implícitamente que los milicianos estaban posando para él y si lo estaban ¿por qué la foto del miliciano caído no pudo ser una pose?.

Si fue un disparo imprevisto el que abatió a “Taino”, tuvo que desplomarse a los pies de Capa. Se supone que tendría que atender al miliciano, como mínimo comprobar su muerte. ¿Acaso no es lógico pensar que si la muerte del miliciano se produjo en esos momentos, Capa hubiera preguntado a sus compañeros por su nombre, y éste hubiera figurado en el pie de foto desde el primer día?

Desde luego el tema está abierto, y así seguirá posiblemente en el tiempo; pero en algo hay coincidencia total, que sea cual fuere el resultado final, en nada empaña la gloria de Capa como el mejor fotógrafo de guerra de la historia, y en nada empaña la gloria de “Taino”, ni de las decenas de miles que como “Taino”, murieron en defensa de sus ideales. Por eso es útil colaborar para que no se olvide que esos nombres, que ahora se leen de forma aséptica en un papel, tuvieron la virtud de levantarse en defensa de la dignidad humana y que lo pagaron caro. También las generaciones sucesivas lo hemos pagado caro. Tras muchos años de amnesia, se debe recordar que hubo una vez muchos Tainos, se debe recordar para perdonar. Perdonar sí, pero olvidar ¡jamás!.

(*) Es escritor e investigador de la Guerra Civil en Alcoy. Es autor de los libros «Milicianos» y «Horas Robadas».


El mejor fotógrafo del mundo

Por Nil Thraby (*)

Nos hallamos en febrero, antes del comienzo de la primavera, de 1936 en París, la ciudad eterna de los pintores y artistas. En este momento también es, sin embargo, la capital de los emigrantes de una Europa Central abatida por el nazismo.

Entre la multitud gris y hambruna que recorre las calles, intentando evitar la inevitable lluvia, también anda una pareja joven veinteañera cogidos de la mano y con un aire preocupado.

Ella se llama -todavía- Gerta Pohorylle y es una judía alemana, huída de su país natal. Él se llama Endre Ernö Friedmann, también es judío y oriundo de la parte Pest de lo que ahora es la capital de Hungría. La razón de su preocupación se explica rápido: hambre.

Ella trabaja como secretaria a la agencia de prensa Alliance Photo y él es fotógrafo libre. El dinero -mal pagado y sobre todo poco- no les abastece para la habitación y la comida.

De aquí un mes le subirán a ella algo el sueldo. Él empezará a colaborar con cierta regularidad para la misma agencia donde trabaja ella. Ya no tendrán hambre, aunque tampoco no se podrá decir que estarían cómodos. Trabajarán muchísimo y nunca dormirán más de cuatro o cinco horas. A pesar de su esfuerzos, muchas fotos de él serán rechazadas. Prácticamente la única agencia que le comprará fotografías será Alliance Photo. La situación es desesperante. Sólo un milagro les permitirá sobrevivir.

Así que una noche, cuando los dos estarán sentados delante de una ventana abierta, donde entrará el aire primaveral, ella le dirá: -¿Por qué no te inventamos? Esta noche nace un fotógrafo americano muy famoso que ha venido a París a trabajar. No se reúne con nadie, vende sus fotos sólo a través de su asistente de la camara oscura y -pequeño detalle- debido a su fama internacional cobra el triple de la tarifa normal.

Así nace Robert Capa -nombre derivado de Robert Taylor y Frank Capra, aunque acerca del origen de su nombre hay historias muy diversas-. Un poco después, nace también Gerda Taro -si del pintor japonés Taro Okamoto, de unos amigos Tharaud o del río italiano Taro no se sabe-. Y nacen zapatos, una habitación de hotel un poco mejor, un vestido y un nuevo peinado para él. La influencia de Gerda empieza a notarse: el joven que parecía gitano se transforma en un hombre elegante, uno que parece burgués. No era ni una cosa ni otra, pero eso ya tiene la vida de Capa: siempre aparecía alguna cosa, siempre interpretaba algún papel. Como Irwin Shaw escribió en el ‘47: “Sólo por las mañanas, cuando se arrastra de la cama, Capa enseña que la tragedia y el sufrimiento por los que pasó han dejado una huella en él. Su cara gris, sus ojos apáticos y como perseguidos por los sueños oscuros de la noche; he aquí, por fin, el hombre de la cámara que ha escudriñado tanta muerte y tanto mal (...) Entonces Capa toma un trago fuerte, se sacude, prueba su sonrisa de la tarde, descubre que funciona, sabe otra vez que tiene la fuerza para subir la colina reluciente del día, se viste, sale, desenvuelto, estudiadamente alegre al bar del ‘21’ (...)”

Cambiemos otra vez de escenario: ahora es el día 25 de octubre del 1938 y estamos cerca de las ruinas del monasterio Poblet, deshabitado desde el siglo pasado. Para ser precisos, estamos a Les Masies, un pueblo pequeñísimo a 800m de este monasterio cisterciense, que se ubica cerca de la costa mediterránea en el interior de la provincia de Tarragona (Cataluña).

Capa, ya solo, tuvo que levantarse pronto, porque el tren que le trajo junto a unos soldados de la Brigada Internacional americana “Abraham Lincoln” desde Marçà (pueblo en el Priorat, al sur de Cataluña) ha salido poco después de las dos de la madrugada. Se mojaron todos, porque llovía a cántaros. Además hacía bastante frío. A las 8 de la mañana llegaron a la estación de L’Espluga de Francolí, desde donde anduvieron los cuatro kilómetros a Les Masies, para encontrarse con la 35 y la 45 División Internacional y ser presentes en otro acto de despedida.

No hace mucho que Capa ha vuelto a la España republicana de la que ya no queda mucho. La frontera con la Una, la Grande, la España Nacional está en Lleida, a tan sólo 30 kilómetros de donde se halla actualmente. Capa ya tiene un cierto reconocimiento internacional. Falta muy poco para que un periódico le llame “el mejor fotógrafo de guerra del mundo”. Estuvo hace poco en la guerra de la China, su primer trabajo serio desde que está solo.

Solo porque su compañera, Gerda Taro, ya no está. Hace poco más de un año, el maldito 25 de julio de 1937, fue aplastada cintura abajo por un tanque republicano huyéndose con pánico de las tropas del Generalísimo. Eso fue en Brunete, cerca de un Madrid a punto de caer a las manos de los fascistas.

Él no estuvo. Se habían despedido en Madrid, no sabiendo qué pasaba con su amor. Él había vuelto a París para poner unos cuantos asuntos en orden. A pesar de lo que habían dicho al despedirse, la próxima vez que la vio, ella yacía dentro de un ataúd con una bandera encima. La primera fotógrafa muerta en una guerra, era el título dudoso que se había ganado con una noche de tortura, muriéndose sola en un hospital del frente madrileño. Capa no superó nunca la muerte de su compañera de los primeros días.

De aquí que no sea mucho fantasear que esta mañana soleada pero fría pensaba en ella, mientras preparaba el material, buscaba sitios desde donde fotografiar y se quedaba maravillado con las caras fuertes y duras de los Brigadistas.

Menos mal que no estaba solo del todo, aunque quizás lo sintiera así: había venido con un amigo, también de los primeros días, el fotógrafo David Seymour, a quien le llamaban Chim. Con aquél y con otro amigo de París, Henry Cartier-Bresson, fundaron pocos años después la agencia Magnum Photos, una de les más prestigiosas del mundo. Cartier-Bresson fue el único que sobrevivió su profesión: Capa pisó el 25 de mayo de 1954 una mina en Vietnam y Chim murió 1956 en un tiroteo en el Canal de Suez.

Capa, aquél día 25 de octubre se quedó impresionado por las caras de las Brigadistas que estaban a punto de marcharse de los restos de un país para el que habían luchado. Muchos de ellos habían muerto en defensa de la democracia en esta lucha que tan sólo era el auspicio de una guerra mucho más grande. Entre los muchos muertos, también hubo casi toda su familia política, la familia de Gerta.

No se sabe qué sintió Capa aquél día de la despedida, donde el presidente Negrín prometió la nacionalidad a los Brigadistas que habían luchado tanto en el frente con los nacionales como a veces en el frente interno entre los muchos grupos que defendían más sus ideas que no la causa común.

Se sabe, pero, que tres meses después abandonó España por última vez y no volvió nunca más. Se había hecho famoso con aquella guerra que para alguna gente duró 40 años más. Aunque el éxito le gustaba y le aportaba una parte de la enorme cantidad de dinero que necesitaba se habría jubilado mejor hoy que ayer. Su amor por la paz y su inocencia le hicieron bromear después de la liberación de París en el 1945 de hacerse unas tarjetas de visita: ROBERT CAPA Fotógrafo de Guerra Desocupado.

(*) Es escritor alemán, reside en España. Es autor de la exposición fotográfica-literaria “Chala Puna Omagua” en España.


Cuando todo era posible

Por Marcelo Crespo

A finales de 1936, George Orwell llegó a Barcelona para escribir algunos artículos periodísticos, pero terminó combatiendo junto a las milicias. Su experiencia en la España revolucionaria lo llevó a escribir “Homenaje a Cataluña”, un relato magistral de su vivencias en el frente de batalla, publicado en 1938, antes de la finalización de la guerra civil.

Sobre el final de su libro Homenaje a Cataluña, George Orwell hace una declaración de principios, pero también una advertencia: “Esta guerra, en la que desempeñé un papel tan ineficaz, me ha dejado recuerdos en su mayoría funestos, pero aun así no hubiera querido perdérmela. Cuando se ha podido atisbar un desastre como éste -y, cualquiera que sea el resultado, la guerra española habrá sido un espantoso desastre, aun sin considerar las matanzas y el sufrimiento físico-, el saldo no es necesariamente desilusión y cinismo. Por curioso que parezca; toda esta experiencia no ha socavado mi fe en la decencia de los seres humanos, sino que, por el contrario, la ha fortalecido”.

Y sigue: “Espero que mi relato no haya sido demasiado confuso. Creo que, con respecto a un acontecimiento como éste, nadie es o puede ser completamente veraz. Sólo se puede estar seguro de lo que se ha visto con los propios ojos y, consciente o inconscientemente, todos escribimos con parcialidad. Si no lo he dicho en alguna otra parte de este libro, lo diré ahora: cuidado con mi parcialidad, mis errores factuales y la deformación que inevitablemente produce el que yo sólo haya podido ver una parte de los hechos. Pero cuidado también con lo mismo al leer cualquier otro libro acerca de este período de la guerra española”.

Cuando en 1938 se editó en Inglaterra Homenaje a Cataluña, George Orwell había publicado ya cinco libros; y fue considerado luego, y hasta ese momento, como el mejor de todos ellos.

A lo largo de su corta pero intensa vida George Orwell peleó en diversos frentes. Liberó muchas batallas. Enfrentamientos políticos, sociales y editoriales. Como escritor, necesitaba de las editoriales, pero tuvo siempre una inquebrantable voluntad, y se negó a hacer concesiones como suprimirle capítulos a Homenaje a Cataluña. Pero otra prueba, también, de sus deseos por ver con sus propios ojos ciertos acontecimientos, se dio en 1945, cuando desistió de un empleo periodístico en Londres y se dirigió a Francia y Alemania para auscultar las consecuencias del nazismo derrotado.

Desde 1931, seguía con atención todo lo que ocurría en España, y mucho más aún a partir de febrero de 1936, tras el triunfo del Frente Popular.

Con la idea de escribir algunos artículos periodísticos, a finales de 1936 viajó junto a su mujer a Barcelona. Partió desde Londres en un tren atiborrado de gente que iba a dar pelea, a luchar e intentar frenar el avance del fascismo en Europa. Redactó muy pocos artículos desde España, y a todos ellos los firmó como Eric Arthur Blair, su verdadero nombre. Escribe Orwell: “Ingresé en la milicia casi de inmediato, porque en ésa época y en esa atmósfera parecía ser la única actitud concebible. Los anarquistas seguían manteniendo el control virtual de Cataluña, y la revolución estaba en pleno apogeo. A quien se encontrara allí desde el comienzo probablemente le parecería, incluso en diciembre o enero, que el período revolucionario estaba tocando a su fin; pero viniendo directamente de Inglaterra, el aspecto de Barcelona resultaba sorprendente e irresistible. Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas”.

George Orwell vivió como escribió, y escribió como vivió. El sustrato de muchos de sus trabajos fueron impresiones recabadas en el lugar de los hechos, dejando en claro que no hay nada mejor que ver para contar. Y contar lo que se ve.

Homenaje a Cataluña es quizá el resultado de su experiencia política más dramática.

Situado en un tiempo y espacio definido, su estancia de siete meses en España y las luchas desarrolladas en Barcelona, el libro de Orwell fue escrito y publicado antes de la finalización de la guerra. Con un objetivo político claro: no sólo dar a conocer al mundo lo que sucedía en el frente donde se desarrollaban los combates, sino desmantelar la gran mentira que se había orquestado, en torno a la revolución española.

A su llegada a España lo hizo impregnado de algunos de los conceptos que transmitía y publicaba la prensa inglesa de la época. Que, a poco de estar aquí, comenzó a darse cuenta que no se ajustaban a la verdad. La deformaban.

Casi por casualidad George Orwell terminó enlistado en las milicias del Partido Obrero de la Unificación Marxista (POUM). Y combatió en el frente de Aragón, junto a la División 29, Rovira. En una primera instancia, su idea era combatir junto a las Brigadas Internacionales, que estuvieron en el frente de Madrid, escenario central de los combates desarrollados durante la guerra civil.

Se había trasladado a España para luchar contra el avance del fascismo, y pelear en el bando de la República, pero se topó con el trasfondo y desarrollo de un incipiente proceso revolucionario, que inmediatamente había comenzado a ser ahogado.

En las trincheras descubrió y no tuvo dudas del carácter obrerista de las primeras batallas del levantamiento. Hasta mayo de 1937, sus preocupaciones por las controversias desatadas entre las distintas organizaciones que participaban de los combates habían estado en un segundo plano.

Ciertamente, Orwell nunca tuvo duda que la lucha que se desarrollaba, la auténtica lucha, era entre la revolución y la contrarrevolución. En el terreno había palpado la atmósfera que se vivía, y de la cuál él fue partícipe. Entre quienes participaban activamente de la lucha se habían abolido las jerarquías.

Tildados de “agentes provocadores” y de trotskistas traidores, que convertidos en quintacolumna de Franco pretendían la disolución de la República, los milicianos del POUM, junto a los anarquistas, comenzaron a ser perseguidos y fusilados. Los hombres de Stalin en España no olvidaban que los integrantes del POUM se habían manifestado públicamente contra los “procesos de Moscú”.

Un hecho precipitó el desarrollo de los acontecimientos. El intento por parte de la fuerzas del gobierno y del Partido Socialista Unificado de Catalunya (PSUC) de tomar las instalaciones de la Central Telefónica de Barcelona, que se encontraba en poder de los anarcosindicalistas. El rechazo a este intento por parte de los trabajadores llenó de barricadas a toda la ciudad.

Durante su participación en la guerra civil George Orwell fue herido en dos oportunidades, una vez en una mano y otra un tiro de fúsil le hirió gravemente su garganta; hecho que acortó su estancia en España y su retiro del frente de batalla. Ilegalizado el POUM y desatada una feroz persecución contra sus milicianos, Orwell inició su propia retirada de su corta pero intensa estadía española.

Convencido de que la prensa de izquierda podía mentir tanto como la de derecha, comenzó a pergeñar su Homenaje a Cataluña.

Casi setenta años después de que George Orwell participara de la guerra civil, Jon Lee Anderson, corresponsal de guerra y autor de Che, un hombre de este mundo, llegó en enero de 2005, durante un congreso sobre periodismo digital, hasta las montañas de Alcubierre, donde Orwell había peleado y escribió: “También fue un visitante, como yo, aunque él no era neutral. Vino a España para combatir en el bando de la República, y resultó herido en la batalla de Huesca. Pero Orwell definió, para bien o para mal, la Guerra Civil española de cara al exterior en su obra Homenaje a Cataluña, publicado en 1938, incluso antes de finalizar el conflicto. El libro, como es sabido, se ha convertido en un ejemplo clásico de reportaje literario, de corresponsalía de guerra, y también de historia. Es un documento intemporal sobre una época y un lugar determinado, y también, en cierto modo, sobre la condición humana. Sin embargo, para mí, una de las principales razones del valor perdurable de su libro es la sinceridad demoledora de Orwell sobre lo que hizo en España y los hechos de los que fue testigo”.

En Barcelona, en 1937, vivió y presenció “no solamente la distorsión de la verdad” sino, como señala Bernard Crick, uno de sus biógrafos, “la mera invención de la historia. Un aspecto de 1984 ya estaba ocurriendo”.